Me echo de menos

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Text i imatge: Elena Ponz

Las mujeres estamos acostumbradas a ser recipientes de opiniones ajenas, que no receptoras.  Para recibir hay que sostener el canal y compartir código: no siempre pasa. Se nos vuelcan en grandes cantidades opiniones nunca demandadas o deseadas. Nuestro físico, opción sexual, capacidad de trabajo, de consumo, de deseo, de amar, de cuidar, parecen invitar a opinar y a juzgar.

Cuando una mujer se convierte en madre, esto se agudiza. No sé bien si yo noté ese incremento de opiniones no deseadas, o indeseables, porque ya estaba habituada a las otras o porque, sin desaparecer las previas, se añadía una categoría nueva con la que blindarme.

Además, para prepararme para esa etapa nueva de mi vida, decidí leer algunas de esas opiniones que se han convertido en literatura para ayudarnos a maternar. Ya no se heredan los saberes de madres a hijas, ahora hay que leer al experto de turno y muchas veces es un hombre cis. Un hombre me dijo que lactar es “un regalo para toda la vida”, otro me invitó a “parir sin miedo”, otro que “¡a dormir!” (bueno, este último no lo leí). También escriben mujeres cosas que asustan mucho sobre “encuentros con la propia sombra” y lo que pasa cuando rompes el “continuum”. Y otras te tranquilizan y te animan a preguntar “¿dónde está mi tribu?”

Para cuando me arrancaban a mi hijo en una cesárea imprevista e indeseada, yo ya había leído que la culpa era mía por no estar conectada con mi útero y no empoderarme contra el sistema sanitario. Luego vino la crianza con apego. No sé para qué tantas palabras impresas, me resultó muy fácil entregarme al cuidado de mi bebé, nos gustamos. Me costó más asimilar que esa entrega iba a ser para el resto de mis días y tenía que ser compatibilizada con el trabajo remunerado, el sin remunerar, la vocación y todo lo otro que tenía antes y aún no acabo de poder recuperar. Me echo de menos.

A los tres meses del nacimiento de mi hijo tuve que incorporarme a un trabajo que de tan precario me denegó las horas de lactancia que me pertenecían. Ese regreso al mundo laboral, aun en un sector muy feminizado, fue un bofetón de la realidad del capital. Mis pechos chorreantes en reuniones infinitas le daban a todo una luz distinta. No estaba donde tenía que estar ni con quien quería estar. Además tuve que gestionar la culpa, había leído cosas horribles sobre lo que les pasa a las criaturas que no están con sus madres. Pero mi hijo estaba con su padre y pensé que eso era una buena opción, hasta que un experto en educación libre me dijo que era “abandono”. Menuda ostia. ¿Cómo puede un hombre con todos sus privilegios decir que yo abandono a mi hijo al hacer a su padre partícipe de la crianza?

El problema principal de la doctrina de la crianza con apego es que aseguran que si no la sigues tu criatura no será feliz, no será libre y no llegará a desarrollar su máximo potencial. Y claro, una quiere ahorrarle años de terapia y que no sea un tarado como su madre, y se esfuerza, mucho, para cortar la cadena de abusos de padres a hijos y sanar el mundo occidental entero.

Pero ¿qué pasa cuando no puedes elegir? ¿Cuando tienes que incorporarte al trabajo a los tres meses de parir? ¿Cuándo se te acaba la paciencia? ¿Cuando fantaseas con viajar sola? ¿Cuando tienes que cuidar de otros también? Pues que la crianza con apego es otro lujo al que optan madres que pueden elegir no trabajar y de la que los hombres parecen estar exentos. Y entonces, los hijos de la precariedad crecerán esclavos de su baja autoestima y no llegarán nunca a nada y la culpa será de sus madres que tienen que tener un trabajo remunerado, o dos. Y esto no deja de apestar a otra de las múltiples capas del patriarcado trabajando en pos del capital.

Ante esto, opté por dar a mi hijo la máxima cantidad de adultos a los que apegarse. Conozco a un montón de gente con cualidades que a mi me faltan y pueden servir a mi hijo, y a mí. Mi salvación fue criar en comunidad. Increíblemente, me sigue prefiriendo a mí.

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